27.12.12

Los últimos en llegar.

-¿Tú estás seguro que es por aquí?
-¡Que sí hombre, que sí! Si no tiene pérdida.
-Eso es lo que dijiste las ultimas siete veces que hubo que decidir camino. Y en todas te equivocaste, vas camino de establecer un record.

Esa fue la conversación que el joven Dagobert escuchó mientras iba de descubierta. No terminaba de fiarse del tono desenfadado y las palabras en común. Demasiado mal habían ido las cosas para que se confiara ahora, tan cerca del final del viaje. Fue por eso que no fue demasiado amable cuando saltó al encuentro de los que parloteaban despreocupados. Cuando llegaron a la altura de su escondite, se encontró con dos pequeñas figuras, de unos tres pies de altura, vestidas con un conjunto que quería ser un uniforme, de cuero y lana de colores brillantes (verde hoja, rojo otoño, azul cián,...).De alturas parecidas, sin embargo parecían pertenecer a ramas distintas de la misma especie. El más alto de los dos, era también más delgado y elegante de movimientos y sus cabellos, ensortijados y espesos,eran rubios. Se había dejado una coqueta perilla y sonreía pícaramente ante el enfado de su compañero. Era éste más anodino en apariencia, de cabellos castaños y ojos oscuros, no parecía estar cómodo en ese momento y se lo hacía saber al mundo con un mohín perpetuo en su rostro. 

Le vino una palabra a la cabeza: "Medianos". Surgidos sin duda de los cuentos que su abuela le contaba para dormir, por lo que podía recordar bondadosos y tontorrones.. Pero iban armados, ambos portaban unas cortas espadas y unos arcos casi tan altos como ellos mismos, de manera que no podía considerarlos inofensivos. Fue por ello que, en cuanto los tuvo a su alcance, salió de la espesura y los derribó a ambos de un solo empujón. Antes de que hubieran podido rehacerse de la sorpresa, Dagobert ya estaba sobre ellos, la espada desenvainada. Ordenó con un gesto silencio. Los desarmó y los puso en pié a ambos. Ellos, obedientes, no dijeron esta boca es mía en todo el proceso. Pero el rubio no dejaba de sonreír.

-¿Quienes sois, que tan ufanos marcháis en tiempos de guerra?

Ambos lo miraron asombrados. Luego, con una carcajada, el más alto y rubio, golpeó la espalda de su compañero y dijo:

-¿Qué te dije? ¡No estaba equivocado, es sólo que eres un impaciente!

-¡Hasta un reloj roto da la hora bien dos veces al día, tarugo! ¡Es pura casualidad que...!- se vio interrumpido por Dagobert.

-¡Responded de inmediato!- apoyó la punta de la espada en el pecho del rubio.-O asumid las consecuencias. 

Éste, para asombro del soldado, saludó a lo militar y respondió.

-Perdonad, señor. Es sólo que la alegría de encontraros ha sido demasiado para nosotros y no estamos acostumbrados a los rigores de la disciplina militar. Cerca de dos semanas llevamos buscando a las tropas de Su Majestad, sin éxito. Pues nosostros dos y nuestros compañeros venimos en ayuda del Rey en su lucha contra el Brujo.

-¿Vuestros compañeros?

-Sí señor, en estos momentos os rodea toda una compañía de los mejores arqueros y cazadores que la Comarca haya dado. Así que si sois tan amable de envainar la espada, no sea que se lo tomen por lo que no es.

En seguida vio que no mentía. Sin que una sola de las hojas que cubrían el suelo del bosque crujiera, unos cincuenta seres, muy parecidos a los que él pensaba haber atrapado, lo rodearon. Todos sonreían, amistosos, aunque algunos lo hacían a la vez que lo apuntaban con sus arcos. Por la postura y la facilidad con que tensaban las cuerdas, parecían saber usarlos bien. Dagobert, muchacho sensato, hizo lo que tan amablemente le habían pedido.

-¿Quién está al mando?- se atrevió a preguntar.

-¿Mando?- gruñó el moreno- Bueno, ese ha sido nuestro problema desde que partimos desde Hobitton. Verá es que...

- No lo sabemos.- interrumpió el rubio con otra sonora carcajada.

-¿No lo saben? ¿Cómo puede ser eso?

De nuevo habló el rubio, que muy divertido por la situación:
 -Verá usted, nosotros los hobbits no estamos acostumbrados a mandos que hagan más que presidir banquetes y ese tipo de cosas agradables, así que cuando se recibió el mensaje del Rey del Norte de que se precisaba de cuantas fuerzas se pudiera enviar nos hicimos un lío. Nuestro pueblo no tiene ejército, por alguna razón nunca encontramos momento para organizarlo. Como era mandato real, el Thain de los Tuk y el Señor de Casa Brandi se pusieron a ello y, en cuanto la tarea acometieron, comenzaron las discusiones. Que si mi familia es la más rica, que si la mía es la más antigua, que si fue a mis antepasados a quien los Reyes de los Hombres dieron mandato de cuidar el puente del Brandivino... Ya sabe usted cómo va la cosa. Así que al final cada uno montó su propia tropa de voluntarios y partimos hacia aqui. A un humilde servidor, Terrence Prados, le fue encomendada la comandancia de la gente Tuk. Aquí a mi buen amigo Sid Brandi le correspondió la Brandigamo. Como al camino nos echamos el mismo día y el mismo rumbo llevábamos, tonto nos pareció no viajar juntos. Además, así entre vos y yo, Sid no se orienta correctamente ni en su casa, y mira que es un túnel que no tiene más que tres estancias, una tras de otra, en fila como si fueran tres buenos escolares y como yo avezado soy en las artes de la caza y algo he viajado...

-¡Te callarás de una vez, Prados!- le interrumpió el otro- Perdidos estamos desde que ganaste la apuesta y te encargaste de hacer de guía. En tierras habitadas, no más que a las posadas y tabernas sabías llegar y, en cuanto salimos a lo agreste, no hicieramos más que dar vueltas como tontos. Si no fuera porque eres sobrino de la esposa del Thain, estarías en  esos prados que llevas por apellido cortando heno con que rellenar esa cabeza hueca que me tienes...

-Calma, amigo mío, calma. Que aquí nuestro buen soldado mala idea se va a hacer de los Hobbits de la Comarca. Como podéis ver Sid es bastante gruñón, pero es buen muchacho. Se presentó voluntario porque quiere hacerse valer delante de cierta señorita y, como no tiene haberes al ser tercer hijo de un honrado granjero, ha de buscar oportunidades de fortuna. Le guste o no, y esta parece que  no le gusta. Pero, ¡qué maleducados somos! ¿Cuál es su nombre, honorable soldado de Arnor?

Un poco molesto por el retintín de la últimas palabras del sonriente Terrence, que había usado un título, el de soldado de Arnor, que ya no existía desde hacía ya muchos años, Dagobert respondió.

-Mi nombre es Dagobert, hijo de Dogert, Guardia de su Majestad el Rey Arvedui de Arthedain. Veo que sois versado en herádica pero os he de sacar del error. Disculpable, por otro lado en gentes ajenas a nuestro reino. No soy soldado de Arnor, aunque lleve en el pecho las armas de ese reino. Mi Compañía, la de los Montaraces, ha jurado reponer la dinastía de Amlaith de Arthedain, en la persona de su descendiente, el rey Aranarth.

-Pensaba que reinaba Arvedui, su padre- interrumpió Sid. Al ver la expresión del soldado ante el nombre de su rey, comprendió- ¿Tan mal va la guerra que hemos perdido al Rey?-y dirigiéndose al hobbit rubio- ¿Lo ves mastuerzo? ¡El camino del Norte, el directo sin más devíamos haber tomado no más llegamos a Bree! ¡Ahora hemos llegado tarde y no servimos para nada, imbécil!

(Continuará)

26.12.12

La Santé

-¡Vamos Johann! ¡Corre tarugo! ¿Quieres morir, camastrón?- se decía una y otra vez- ¡Pues corre, joder, corre, memo!

El enmarañado bosque se cerraba, ominoso, sobre él. La espesa niebla que cubría el suelo, hasta una altura de unos cuatro pies, hacía que fuera difícil correr sin tropezar. La fatiga de una huida que duraba ya dos horas, junto con aquella niebla espectral, hacían que todo resultara irreal, onírico. De pesadilla. Todos los árboles parecían el mismo. Cada recodo conducía al mismo paraje. Hasta el mismísimo aire parecía siempre el mismo, respirado una y otra vez, cada vez más enrarecido.

Pero no podía pararse por mucho que lo deseara. Si lo hacía, por encima del ruido de su agitada respiración y el redoble de su corazón desbocado, le llegaba el rumor cada vez más cercano de unas patas con zarpas, desgarrando el suelo a cada zancada. Ese sonido era más que suficientre como para hacerle correr como un poseso.

-¡Corre, maldita sea! ¡A la cabaña del guardabosque! ¡Está ahí al lado, vamos tarugo!

Imaginaba que la ruinosa cabaña, apenas un montón de tablas mal unidas, resultaría un fortín contra la bestia que lo acosaba. Esa impresión desafiaba el hecho de que, a juzgar por el ruido de la maleza al romperse, lo que lo perseguía debía tener el tamaño de un buey. De un enorme buey, cabreadísimo y que le recortaba la exigua ventaja de que disponía a pasos agigantados.

Tras un agónico fin de carrera, en el que parecía sentir el aliento de aquella cosa a través de los desgarrones de sus maltrechas ropas, llegó al pedregoso claro en el que se alzaba el cobertizo. Gritar de triunfo y abalanzarse sobre la puerta fue todo uno. Cualquer cosa, incluso aquella escuálida puerta, serviría a la hora de alejar aquel bestial terror que lo acosaba.

Con las prisas, siempre malas consejeras, el pobre Johann se estrelló contra la puerta. Había olvidado accionar el picaporte. El topetazo, cosa curiosa, lo sacó del estupor en el que se hallaba sumido desde que se topara con aquella terrible cosa. Apenas consiguió acceder a la ruinosa estancia cerró la puerta tras de sí, apoyando sobre ella todo su peso. Resultó inútil, con un tremendo empellón, como un ariete de furia animal, la Bestia arrancó la puesta de su marco. El desgraciado Johann acabó quedando a sus pies.

Verdaderamente era enorme, casi de misma altura que un caballo de tiro. Su pelaje, áspero y maloliente, era de color parduzco, como el de un jabalí viejo. Tambien de cerdo salvaje era la enorme cabeza, de cuya boca goteaba baba ya que cuatro pares de colmillos, como de un codo de largo, impedían al animal cerrarla por completo. Sus ojos, enloquecidos y de un antinatural color rojo, lo miraban atentos a cada movimiento. Tal y como había imaginado, cada robusta pata acababa en un enorme garra, tan afiladas que abrían profundos surcos en la madera del suelo de la cabaña.

Asombrado, Johann no podía quitar la mirada de la que, a ciencia cierta, sabía que iba a ser su perdición. Por fín había recuperado el alientoy estaba extrañamente sereno. Había hecho todo lo que estaba en su mano para escapar a ese mal, se iba con la conciencia tranquila, que nadie dijera que el hijo de su madre se iba de este mundo entre gimoteos. Una oración, aprendida hacía muchos años afloró en sus labios. Se incorporó, desafiante a pesar de apenas llegarle al hocico a la Bestia.

Ésta dio un paso hacia su presa. Con un tremendo rugido abrió las enormes fauces. Vomitó entonces la Bestia una enorme llamarada. Como procedentes de un abismo sin fondo, del mismísimo Infierno diría luego, un calor y fuego intensos golpearon en el rostro del asombrado Johann, que se cubrió el rostro con el brazo. Así quedó a la espera de la primera ardiente dentellada.

Durante un eterno minuto esperó, tenso como una cuerda de violín, a su cruel destino. Cuando retiró el brazo de su rostro la Bestia ya no estaba allí. Si no fuera porque el intenso calor había chamuscado el vello de sus brazos y sus cejas hasta hacerlos desaparecer, habría dicho que la Bestia no era más que una tremenda alucinación.

En una de las paredes de la cabaña el guardabosque, hombre pulcro y aseado, había colgado un espejo para afeitarse. Johann se miró en el y en el lugar del robusto joven de melena rubia que había entrado esa mañana en el bosque, se encontró con que le devolvía la mirada un escuálido despojo, de febril mirada y cabellos blancos como la nieve. Ante esta visión, la más terrible de aquel terrible día, Johann rompió a reír.

La Santé, 15 de noviembre de 1845.

¿QUÉ MAL CRECE EN LOS BOSQUES DEL CORAZÓN DE NUESTRA BIENAMADA FRANCIA QUE NI LOS CAZADORES MÁS AVEZADOS SE ATREVEN A RASTREAR?

¿QUÉ IGNOTOS PELIGROS NOS ACECHAN, SALIDOS DE LO PROFUNDO DE LAS LEYENDAS DE NUESTROS ABUELOS?

¿SE ATREVERÁN LOS JÓVENES INVESTIGADORES DE LA SOCIEDAD DE CUENTACUENTOS A AFROTAR TAMAÑO RETO O LES QUEDARÁ GRANDE PARA SER SU PRIMERA AVENTURA?

La respuesta a estas y a otras preguntas próximamente en "La Santé" primera aventura narrada por un servidor de ustedes en el mundo de "FÁBULAS", juego de rol fantástico ambientado en la Europa Victoriana. Esperando estar a la altura os saluda:

Hrundi V. Baksii, Cuentacuentos

6.11.12

Cornetazo IX: Mañana de domingo

Despertó con una extraña sensación. Al cabo de un rato se dio cuenta de qué pasaba: Había demasiado silencio. Aunque su lujosa residencia estaba relativamente alejada de los ruidos de la gran ciudad, siempre estaba el sonido de los coches en la autovía que pasaba cerca, y que nunca se había podido sofocar del todo, por más dinero que se gastara en insonorizar la vivienda. Lo achacó a lo temprano de la mañana.

Fue al baño y se encontró con que su ropa de la noche anterior estaba allí donde la había dejado. No había una toalla limpia, pulcramente doblada, sobre la repisa del lavabo del baño y ni siquiera se había repuesto el jabón de manos, acabado la noche antes.Contrariado por un momento, luego se reconvino a sí mismo: 

-Hombre de Dios, ¿no recuerdas que hoy es domingo? seguramente que la sirvienta pasa luego.- se dijo en voz baja, con una risilla.

Se aseó con lo que tenía a mano, porque no iba a pasar nada porque usara una toalla del día anterior. Se retocó la barba con unas tijeritas. Se aplicó el anticaída y se dispuso a bajar a desayunar. Por una vez lo haría sólo porque su mujer y sus hijos estaba en casa de los abuelos. Le hacía ilusión estar "de Rodríguez". Fue entonces cuando se dio cuenta de que todo estaba mal.

Una cosa era que fuera domingo y que el servicio entrara un poco más tarde, pero aquello resultaba ridículo. No sólo el desayuno no estaba preparado y listo para tomar a las 11, como había ordenado, sino que nadie se había encargado de traerle el periódico. Cuando ya se decidió a entrar, agotada la paciencia, pudo constatar que en la cocina no había nadie y que los platos de la cena de la noche anterior seguían sucios en el fregadero. 

Visiblemente contrariado, alzó el teléfono para llamar al "office", el pequeño reservado donde el servicio esperaba en los tiempos muertos entre encargo y encargo. Siempre se había considerado una persona moderada, pero alguien iba a pasar muchas horas en la cola del paro por arruinarle la mañana del domingo. No sólo no hubo respuesta, sino que ni siquiera había línea. Llamó a seguridad y lo mismo. Silencio total.

Asustado puso la televisión y no había nada más que la vetusta carta de ajuste en todos los canales. Puso la radio y no sonaba más que estática. No había conexión a internet. Ni siquiera funcionaba el telefono de emergencias. Salió al jardín, frenético, en busca del personal de seguridad, de la policía, de quien fuera. No podía ser que hubiera habido una emergencia y que no se le hubiera avisado. Su tremendo complejo de inferioridad, aplacado por los últimos exitos, despertó de la peor de las maneras.

-No puede ser. No pueder ser.-murmuraba una y otra vez- A mí se me debe avisar si pasa algo. ¡Se me debe un respeto!

Fue a la garita de guardia, nadie. En la caseta del jardinero, ni un alma. Salió de la finca, nadie en la calle. No le extrañó nada no haber oído ningún ruido en la carretera, durante la media hora que se quedó embobado la autovía no pasó ni un sólo coche.

-¡DONDE COÑO ESTÁ TODO EL MUNDO!-gritó, histérico. Corrió hacia la casa de nuevo.

Al cabo de una hora, la hora más larga de toda su vida que pasó acurrucado en un rincón del recibidor de la casa, oyó el tan ansiado ruido de un coche a rodar sobre la grava de la entrada. Salió a recibir al recién llegado. Recién llegada en este caso, pues se trataba de su mano derecha, su gran apoyo en esta última época de éxitos, que tan oníricamente parecía haberse visto truncada en una mañana de domingo.

-¿Qué a pasado aquí? ¿Dónde están todos?- Ella parecía igual de asustada que él. Desaliñada y asustada le dio la noticia más aterradora que recordara haber recibido:

-Se han ido, Mariano. Se han ido TODOS


 (Por todos nosotros. Porque al paso que vamos...)




30.10.12

Cornetazo VIII: El hombre más valiente del mundo

Cuando llegué, el hombre más valiente del mundo leía.

Sentado en su escritorio pasaba las páginas del enorme tomo lentamente. Se trataba de su libro favorito, una vieja y desvencijada edición de una novela de aventuras, que sostenía en su mano izquierda como si sostuviera un gorrión. Cada página parecía requerir de toda su atención, cada ilustración varios minutos. Parecía como si se estuviera despidiendo de cada una de ellas. Sólo días después, cuando ya todo hubo terminado, me di cuenta de que así era.

-Siéntese.- dijo cuando entré, sin levantar la vista del libro.-Llega usted tarde.
-Señor, yo sólo venía a...
-Usted sólo venía a clase, como cada mañana- me interrumpió, dejando el libro a un lado- Matemáticas. Lección quinta. Fundamentos de la trigonometría.- Y empezó a escribir en la pizarra.

Miré a mi alredeor. Nadie más había acudido esa mañana. Nadie vendría luego, a media jornada, a traer el exiguo almuerzo que el ayuntamiento costeaba a los alumnos y a su profesor. Todos sabían. Todos sabían y nadie quería entrometerse. Bueno, nadie excepto yo. El último de la clase, un cabeza dura como no había dos. Cualquier otro habría tirado la toalla, mis padres los primeros, pero él siguió insistiendo hasta dar algo de sentido al batiburrillo que siempre habia sido mi sesera. Pienso que lo hice porque se lo debía.

Sin saber qué hacer ni qué decir, obedecí. Supongo que por la costumbre. La lección avanzaba a buen ritmo, como todos los días. Tenía el don de hacer atractivas las materias más anodinas, debía ser la experiencia de años teniendo que introducir conocimientos en las molleras de tantos zoquetes como yo. Y a fe mía que lo hacía bien.

Tras la trigonometría pasamos a la lengua y la literatura, me hizo leer un pasaje del libro que tenía en sus manos cuando llegué y analizar sintácticamente un par de párrafos enteros. En la hora de historia tratamos de la caída de los regímenes absolutistas.

Terminamos con una redacción de doscientas palabras. La corrigió en el momento. Resoplando me dijo:

-Tiene usted que mejorar en la puntuación. Parece que hubiera cogido un puñado de comas y las hubiera esparcido por la hoja.  Y pelotón lleva tilde porque es aguda acabada en n.
-¿Entonces...?- balbucí.
-Entonces mañana le veré, señor Huertas, porque es martes y hay escuela.

(Dedicado a mi buen amigo Miguel y a todos con su misma vocación. No abandonéis. No nos abandonéis.)

23.10.12

Cornetazo VII: Leve error de cálculo (parte II)

Al observar a nuestro histérico corredor, lo primero que se hacía evidente era que no llevaba más ropa que unos calzoncillos largos, tan cubiertos de barro como él, y un casco de combate que parecía querer escapar a cada segundo de su pelado craneo. Esta circunstancia hacía que correteara con la mano en la cabeza. Como se trataba de un hombre alto y bastante gordo, sus intentos de esconderse no hacían más que hacerle más evidente. El conjunto, por qué no decirlo, resultaba ridículo.

Quedaba claro al primer vistazo que estaba siendo perseguido por algo, o que eso creía él. Tras recorrer todos y cada uno de los sitos menos adecuados para disimular su tremenda mole a quienquiera que fuera su perseguidor, el fugitivo se detuvo un instante, husmeando el aire como un conejo asustado. Cuando reanudó su carrera desenfrenada, ésta ya no resultaba un zigzag sin sentido, sino que trazaba una línea, recta como una flecha, hacia la vieja casa de la granja al norte del valle. Se trataba de una larga carrera, como de media milla, pero la adrenalina mandaba en nuestro amigo. El dolor y los calambres llegarían después. Lo único importante era correr.

Llegó a la puerta de la granja, desbocado. Pensando que la puerta estaría abierta,la embistió, rebotando contra la recia madera de roble. El topetazo y el subsiguiente golpe con el suelo fueron de aupa, tanto es así que la conmoción consiguió serenar su histeria. Tratando de recuperar el aliento estaba cuando la puerta se abrió con un leve chirrido. Unos vacilantes pasos hicieron crujir la grava de la entrada. Sobre el agotado corredor se cernió la visión más inesperada en un campo de batalla: Una amable ancianita.

-¿Se ha hecho daño, caballero?- dijo, inclinándose sobre él.

Vestía un sencillo vestido negro, hasta los tobillos, un delantal a cuadros y, sobre los hombros, una toquilla de lana color celeste. Su pelo, recogido en un discreto moño, era blanco y brillante. Olía a lavanda.

-Levántese joven, y entre en mi casa, le buscaré algo que ponerse. No puede ir usted por ahí, medio en cueros, golpeándose con las puertas de las gentes decentes. Podrían pensar que está mal de la chaveta- le reprendió- ¿Cómo se llama, joven?

Como un resorte, el asombrado joven se incorporó y, casi gritando, dijo:

-William Jonston, señora. Soldado en el 13º de fusileros de Northumberland, señora-y, tras una pausa, añadió- El último que queda por aquí, señora.

La anciana,  que lo observaba de arriba a abajo con una pícara sonrisa en los labios, siguió en su papel de madre disgustada.

-¿Y es eso excusa para ir por ahí asustando a pobre ancianas a la hora del té? En fin, mejor será para todos que se pongas uno de los pantalones de mi difunto James. Era más o menos de su talla. Y una de sus camisas, claro. Por cierto, puede llamarme Señora Park.

-Sí, señora.

-Y, en lo que te aseas, me puede contar qué es lo que trae a un valiente del 13º de Northumberland a mi puerta. ¿Donde está el resto? Porque eso es algo que tienen los soldados, donde hay uno, hay ciento. No sé si voy a tener pantalones para todos.
-Muertos, Sra. Park, todos muertos- respondió William- Por mi culpa, señora.

-¿Ah, si? ¿Y cómo es eso?

- El Universo me quiere matar, Sra. Park. Y como me escapé, acabó con ellos.

(continuará)



22.10.12

Cornetazo VI : Apocalipsis.

Cuando, con el tremendo tañir de una campana  destemplada, el firmamento fue rasgado, supo que aquello era el final. Había llegado la hora, lárgamente anunciada, del llanto y el rechinar de dientes. Se acabaron para él el calor y la protección. A partir de ese momento el bienestar no sería más que un recuerdo. Todo recuerdo agradable de lo vivido desaparecería. Sólo las malas experiencias permanecerían en la memoria,  para ser comparadas con las actuales, y ver que cualquier tiempo pasado fue mejor.

El bramido que había venido para atormentarlo parecía no hacer otra cosa que aumentar. Un terrible frío invadió sus huesos, como si de repente hubieran sido despojados de la carne que los cubría. La desazón y el desconsuelo hicieron presa de él, para arrastrarlo por el barro de la desesperación. La luz cegadora de una supernova quemó sus párpados. Sus ojos parecieron saltar en mil pedazos de dolor indescriptible. Un rayo ardiente licuó su cerebr...


-¡Vamos hijo! ¡Que llegas tarde!  Hay que ver...No, si ya lo decía tu abuelo, "¡MOZO DOMINGUERO NO QUIERE LUNES!"

(Dedicado al Lunes 15 de octubre de 2012, día en el que me desperté pensando que era domingo.)

19.10.12

Cornetazos V: La escalera.

Tres días habían pasado ya. Tres putos días y el mundo seguia girando como si nada. La jodida realidad había decidido seguir adelante sin ella. Él no había podido hacer otro tanto.
En tres días no había salido de casa, apenas había comido, no había dormido en absoluto y la ducha había sido una extraña. En definitiva, estaba hecho un adefesio y esa fue la imagen que el espejo le transmitió

Lo primero que dijo en voz alta en tres días fue: "No, ni de coña me voy yo de aquí con esta facha"
Y, la verdad sea dicha, se aseó a conciencia: ducha, recortado de barba y cabello, elegante traje gris oscuro, chaleco de fantasía verde botella con corbata a juego, gemelos, reloj de bolsillo. Nunca en su vida se había vestido así, había sido un regalo de ella para cuando dieran el paso que ya jamás darían así que decidió que iba a ser su atuendo en este otro paso relevante.

Luego estaba el modo de despedida. Tras mucho pensarlo decidió hacer una denuncia de la estupidez humana con su último acto, así que se acercó a la ferreteria más cercana y se hizo con una escalera de mano, de las que usan los pintores, de tijera le dijo el dependiente que se llamaban y se encaminó al viaducto.

En el pasado había vivido en la inmediaciones, pero ahora había más de dos horas de paseo hasta allí, paseo que decidió dar. Siempre había adorado Madrid y ahora se daba cuenta que no la había recorrido bastante de modo que, como último tributo a su ciudad, echó a andar con la escalera al hombro. Ahí es donde la cosa se comenzó a torcer. (Continuará)

Cornetazo IV: Observado.

(Basado en hechos reales)

Hoy, como todos los días, al salir del trabajo he cogido el autobús. Como cada jornada, aturdido por todo un día de lidiar con la estupidez propia y ajena, me he sentado en el mismo asiento con la idea de dormitar todo el trayecto. Esa es mi costumbre. Me sirve para recuperar parte de la cordura perdida durante el día de trabajo. Hoy no he podido.
¿Han oído alguna vez a alguien decir que nota cuándo lo están observando? Personalmente siempre me había parecido una gilipollez como un piano. Hasta hoy. Empieza siendo un hormigueo, incómoda pero no del todo desagradable, que te recorre la espina dorsal. Por lo visto se pasa si el observador se da a conocer o es descubierto en seguida Yo no he conseguido desenmascar a mi vigilante, así que he pasado a la fase dos: una desazón muy desagradable, como si un caracol recorriera mi nuca muy lentamente. Ahí ha sido cuando me ha empezado a mosquear y a mirar mal a todo el mundo dentro del autobús. Hasta le he bufado a una señora que refunfuñaba por lo brusco que era el conductor al dar las curvas.
Mi paranoia me ha llevado a un momento de paroxismo tal que, recordando la maniobra antiseguimiento "Loco Iván" que se describe en "La caza del Octubre Rojo", me puse en pie y cada pocos minutos me giraba repentinente es espetando un sonoro "¡Ja! A quien estuviera a mi espalda.
En ese momento han pasado dos cosas. Primero el conductor, harto de gruñidos y sobresaltos, me ha echado drl autobús. En segundo lugar, he descubierto a mi observador que, desde su escondrijo (una mochila en brazos de un tipo con pinta de hippie) me ha despedido con un sonoro "cuack".
Parecía sonreir el hijo de pata.