1.4.07


LA PARADA DE LOS FRIKIS


No llamar a un taxi fue un error. Convencerse de que por un paraje oscuro y solitario no iba a haber gente con aviesas intenciones, y un malsano amor por lo ajeno, tampoco puede considerarse muestra de buen juicio. Y ahora, parafraseando a un buen hobbit con mucho mas sentido común que el, estaba “metido en un buen brete”.
La situación se presentaba como sigue: domingo, más allá de la medianoche, a la salida de un cine situado en un polígono comercial en mitad de ninguna parte y, por cortesía del ayuntamiento, un horario de autobuses nocturnos organizado siguiendo las indicaciones de un tablero ouija. Con lo que, tras una espera de cuarenta minutos en al lado del poste que marcaba la parada, Miguel y su novia Marta decidieron ir paseando hasta la parada de metro mas cercana, situada a unos dos kilómetros de descampado y chalets en obras porque “…a estas horas seguro que no pasa nadie por ahí y, si no pasa nadie, ¿por qué iba a haber ladrones en la zona?...” Atolondrado razonamiento que puso a la pareja en mitad de la zona de caza de una de las bandas de asaltantes más violentas de la ciudad. De ahí que ahora corrieran como posesos, sin saber adonde ir y sin atreverse a mirar atrás (el ruido de pasos a la carrera, y las amenazas, eran prueba más que suficiente de la cercanía y el enfado de los perseguidores).
La tarde había resultado razonablemente agradable. Se cumplían seis meses desde que empezara a salir con Marta Llopis, la chica más codiciada de clase (metro sesenta, pelo negro, piel pálida, ojos verdes), y ella había decidido celebrar un “no-aniversario”. Idea que a Miguel le parecía una soplapollez, pero que en boca de Marta sonaba como el plan más maravilloso del mundo. A decir verdad, con Miguel ocurría algo curioso: Cuando Marta no estaba, Miguel era una persona divertida y agradable. Ocurrente. El perfecto compañero de mus y cañas. Pero era aparecer la Srta. Llopis, y convertirse en un soso y aburrido estudiante de Contabilidad, con menos conversación que un geranio en un tiesto y una insoportable, boba e innecesaria expresión de felicidad en la cara. De esto el no se daba cuenta, más allá de sentir una rara sensación en la boca del estómago, que se daba en los raros momentos en que se zafaba del embobamiento. Pero el lo confundía con “las mariposas en la tripa” que, dicen, se sienten cuando te enamoras.
Como siempre Marta era germánicamente puntual: siempre cuarenta y cinco minutos tarde. Se había adelantado a comprar las entradas y, conociendo el percal, calculó que solo llegarían a ver último pase de la sesuda película iraní que Marta había elegido. Esto resultó ser una suerte, porque, conociendo los gustos de su chica, iba a necesitar de todo el café que pudiera beberse en ese plazo.
“Bueno… Al menos esta vez no es una en versión original. No aparecía el V.O.S. por ninguna parte” iba pensando mientras se dirigía a por su dosis de cafeína.
La cafetería estaba llena y la parroquia no podía ser más peculiar: Un grupo de gente de mediana edad (entre 25 y 45 años), disfrazados (elfos, ewoks, caballeros jedi, tripulantes de la Enterprise, algún superhéroe e, incluso, una horda orca), discutiendo acaloradamente sobre cuestiones tan trascendentales como: “¿Es el Halcón Milenario más rápido que la nave del Capitán Kirk?” o “¿cómo es posible que el Emperador no encontrara a Yoda en su retiro en Dagoobah?” o “¿hicieron los elfos bien partiendo de Aman?. Un enorme grupo de encantadores frikis, de perritos débiles de la camada, unidos por sus gustos raros y su falta de habilidades sociales (con gente no-friki, se entiende). En definitiva, su antigua tribu, de la cual desertó cuando Marta posó sus ojos en él y dijo “¿Me dejas los apuntes de micro superior?”. Una punzada de nostalgia se unió a la extraña sensación antes comentada (que había empezado a molestar al darse cuenta de que la película no tenía subtítulos porque… ¡NO TENÍA DIÁLOGOS!)

- ¡Que sí, tío! ¡Que si se lo cruza lo cruje!- bramaba un “orejas picudas”, perdiendo la elegancia y el aplomo que se presuponen a la Antigua Raza. Su interlocutor, un paciente jedi clavadito a Ewan McGregor, respondió:
-No lo creo. Por mucho que Feanor fuera la leche, Melkor era un Vala, y a un Vala solo lo vence otro Vala. Y menos en ese momento, con sus poderes casi intactos.

No lo pudo evitar. Algo se removió dentro de el. De repente Miguel, que había renegado de “esa panda de inadaptados”, se encontró diciendo:

-No hay más que ver lo que le pasó a Fingolfin, que no era peor guerrero que su hermanastro y que, además, contaba con unos cuantos siglos más de experiencia de combate. Se enfrentó a Morgoth y cayó, lo hirió gravemente, pero cayó.

Ambos conversadores se quedaron callados, mientras parecían analizar al que con tanta impertinencia (al menos a los ojos del elfo) había interrumpido su vibrante discusión. El estudio duro un eterno minuto, al final del cual el jedi dijo:

- Si te apetece participar, creo que deberías sentarte con nosotros. Si no, te vas a quedar afónico y yo necesito a alguien que me ayude a hacer entrar en razón a este testarudo hijo de Finwe.

Sin pensarlo dos veces Miguel se sentó a su mesa y con ellos departió, durante cuarenta y cinco maravillosos minutos, sobre su tema favorito: Tolkien, la Tierra Media y todas sus circunstancias. Tras ese breve período de felicidad, apareció Marta y lo sacó de allí, con bastante mala cara y sin siquiera presentarse a los acompañantes de su novio. De hecho, no dijo nada hasta que entraron en la sala del cine, a parte de un demoledor “A ver con quién te juntas, que a este cine viene mucha gente que me conoce”. Miguel asintió y entró a ver la “colorista y estéticamente radical” película iraní.
A la salida la tribu continuaba reunida (eran una asociación que había fundado el dueño de la cafetería, un klingon gordo y malhumorado) y Marta entró a comprar tabaco, seguida de Miguel, que a esas alturas parecía un cocker sobredesarrollado y muy bien educado. El elfo se le cercó, pero no llegó a decir nada. Cayó fulminado por una mortal mirada de color verde, que llegó acompañada por estas palabras:
-¡Que gente tan rara! ¿Cómo podrán salir a la calle así vestidos? No lo entiendo.
Esa fue, a grandes trazos, la agradable velada del domingo. Luego vino la espera del autobús (“… A ver cuándo te sacas el carné, que así no hay manera de ir a ningún sitio…”), el paseo a la luz de la luna y la huída atropellada hacia ninguna parte. Bueno, esto no es del todo cierto, si que llegaron a alguna parte: Adonde los asaltantes pretendían. La loca carrera los llevó a una plazoleta, rodeada de casas en construcción, cuya salida estaba prevista se construyera a finales de 2008. Una vez se dieron cuenta de que la presa no tenía escapatoria, la jauría dejó de correr. En silencio entraron en la plaza y los rodearon, siempre cuidando de quedar ocultos o a contraluz. Estaban tranquilos, todo había salido según lo planeado y ahora tendrían su recompensa. Pero ninguno hizo ademán de acercarse a ellos, simplemente no los dejaban escapar, como si esperaran algo… (Continuará)