27.9.07

EL BUFÓN Y LA REINA (II)

A ver si lo he entendido bien!” Grita, la voz vibrante restalla contra los muros. Vuestra pomposidad, señor Conde de Armigia, en un alarde de magnanimidad, viene aquí, se planta ante nuestras puertas después de ganar una guerra injusta, hecha a vuestra mezquina medida, y pone a nuestros caballeros ante la tesitura de faltar a la palabra, robada a la fuerza, y salvar a la Reina y su familia, o ser fieles al ese ruin juramento y entregar el trono a vuestras grasientas manos.” Hace una pausa.
“¡Barato lo fiáis, melindroso Conde! Pues no habrá que esperar que alguno de los fieles caballeros carpatianos falte a su palabra. La Reina tiene a su disposición a un campeón que no ha empeñado su palabra en un vacuo juramento, hecho esperando que el receptor de tal palabra la use con igual nobleza. ¡Acepto el desafío!” La poderosa voz parece sumir a todos los presentes en un encantamiento de roca. Nadie se mueve tras oír como un simple bufón ha ofendido gravemente al Conde y se ha atrevido a aceptar un reto reservado a la más alta cuna de la nobleza del país.
El Heraldo vuelve a hablar, tras reponerse de la sorpresa inicial. “¡Rata cubierta de harapos! ¿Cómo te atreves a mancillar este noble acto con tu sucia lengua? ¿Cómo osas en nombrar al Gran Conde Adam con ese desprecio? Bien saben todos que solo un caballero de Armigia puede ser Campeón de la Reina y, para ello, ha de ser noble y haber sido ordenado por el rey legítimo. Nadie espera que cumpláis siquiera una de las dos condiciones. De este modo os conmino a retirar esas palabras si no queréis acabar vuestros días en el potro.”
De nuevo todos miran al Bardo Manco. Este se ha bajado del mástil y ahora se alisa, distraído, las vestiduras, mientras el Heraldo lo amenaza con la más dolorosa de las muertes. A continuación, se sube a una de las almenas y vuelve a hablar con su clara voz.
“¡Ah, Heraldo venido de lejanas tierras! Os perdono por vuestra ignorancia, ya que vuestra casa esta muy lejos de aquí y no habéis oído hablar del viejo marquesado del Monte Blanco. Este malhadado marquesado cayó en manos de los bárbaros del norte hace ya veinticinco años, todos sus habitantes fueron pasados a cuchillos o vendidos como esclavos, y todas sus tierras son ahora un yermo en el que vagan los lobos y los fantasmas de los caídos.”
“Pues bien, el viejo Marques Hernán, al ver que no podía repeler a los invasores, pidió ayuda a su amigo, el rey de Carpatia, Ricardo el Gran Dogo, que acudió en su ayuda con toda la premura que aquel crudo invierno le permitió. Desgraciadamente, no fue todo lo rápido que los del Monte Blanco hubieran deseado. De todas formas, llegó a tiempo para liberar a buen número de esclavos y para dar un severo escarmiento a los bárbaros que, en mitad de la borrachera, fueron borrados del mapa tan contundentemente que aun piensan que fue cosa de brujería y esas tierras no han vuelto a ser mancilladas por sus impíos pies. Entre los refugiados se hallaba un soldado de la vieja guardia del Marqués que guardaba como al más preciado tesoro a un enclenque niño, medio muerto de hambre y frío, que resulto ser el último vástago de esa rancia familia noble. El fiel soldado arriesgó su vida, se privó de comer y beber para mantener con vida a ese último esqueje del viejo árbol, y triunfó en su empeño. Entregó al Rey Ricardo un pequeño bebé, aterido de frío, cubierto tan solo con los jirones del pendón de su familia, y quedó al servicio del Rey, para siempre escolta del pequeño heredero del Marqués.
Mas, ¡ay!, todo su empeño fue inútil para evitar que el niño quedara indemne. Su pequeña mano derecha sufría graves lesiones causadas por el hambre y el frío. Ya no era un Hombre Entero, ya no podía reclamar el bastón de mando de su padre. Aún así, el buen Rey acogió al pequeño huérfano, considerándose en deuda con él por no haber podido salvar a su familia, y lo crió como a su hijo, le dio un hogar y la mejor educación y, llegado el momento, dio a elegir al muchacho su camino en la vida, y este, que siempre había preferido el filo de la lengua al de la espada, decidió hacerse bufón y bardo.
“Está bien, dijo el Dogo, pero me habrás de hacer un servicio más: has de ser el mejor bardo que jamás haya cantado en corte alguna, así no podrán decir que abandoné al hijo de mi amigo a la dura vida de un bardo de los caminos”. Y el joven bardo hizo todo lo que pudo por no defraudar al viejo Rey y, dicen, cumplió su palabra. El nombre de ese bufón por vocación es Ricard. Podéis acudir a los archivos del Reino y ver como el Viejo Dogo dio fe de todo esto, aunque no lo hiciera público para proteger a su hijo adoptivo.”
“De modo que, como ya habréis imaginado, os encontráis frente al último descendiente de una vieja familia noble. ¡Yo soy Ricard, hijo de Hernán del Monte Blanco, Bufón del Rey y Noble por derechos de sangre!”
El silencio cae sobre la llanura.
“Antes de que malgastéis más saliva diciendo algo del estilo: ¡Eso no es suficiente para poder aceptar este reto, debéis ser Caballero del Reino! Habréis de saber que, en este reino no solo por las armas se llega a ser caballero, de hecho, la mitad de los que junto a la Reina están son caballeros de Carpatia, pues todos son Consejeros Reales o Grandes Mayordomos. Pues bien, y volviendo a abusar de vuestra paciencia, he de recordar la Fiesta de Otoño de hace cinco años cuando, en medio de una más que severa borrachera, el propio Rey Stephan me nombró Consejero Real en Cuestiones de Guardarropa. Hizo esto por mi costumbre de hacer mofa de todos y cada uno de sus trajes y atuendos. El bueno de Stephan tenía un pésimo sentido de la moda, pero mucho sentido del humor”
Hace una pausa y, desde su atalaya en el mástil de la bandera, mira a las almenas donde la Reina ha escuchado, atónita, como su bardo ha hecho callar a todo un heraldo de un ejército vencedor.
“De modo que,”prosigue”cumplo con las exigencias para ese empleo y, si mi amada Reina así lo decide, estoy dispuesto a ensuciarme las manos con él.”
Con estas palabras da por concluido su alegato. Salta de la bandera y se acerca al Balcón Real. Se despoja de su estrafalario sombrero y dobla una rodilla delante de su soberana. Pero no agacha la cabeza. Desafiante hasta el fin clava la mirada en su Reina. Ella le mira, y calla. Mira al niño desgarbado con el que había crecido. Mira al joven descarado que la amó a pesar de saber que no era posible, ni siquiera aunque hubiera sido correspondido. Mira al único hombre que ha acudido en su auxilio en la hora más oscura, el único al que no ciegan el miedo, la ambición o una desgraciada idea del honor.
“Una vez dijisteis que, si tuvierais que elegir, preferíais dejar vuestra vida en las manos de un guerrero en vez de en las de un bardo” susurra el Manco “Aquel día os reísteis. Hoy podremos ver si esa elección es acertada.”
Todo depende de Margarita. La Reina calla un eterno instante. Luego asiente y entrega una prenda a su Campeón, como manda la costumbre. Es un viejo pañuelo de encaje que el bardo parece reconocer.
“Esto es lo único que queda del legado de mi familia” dice al incorporarse “sirva como señal del último servicio de la casa del Monte Blanco al Reino de Carpatia”. Luego se encarama en la almena y su voz se escucha en todos los rincones de la ciudad.
“¡Yo, Hernán del Monte Blanco, Campeón de la Reina Margarita de Carpatia, acepto el reto del Conde de Armigia! ¡Pido el Duelo de Cazadores!”
Un murmullo se levanta en el ejército Armigio. Los Carpatianos callan asombrados. El duelo de cazadores es la más antigua de las formas de duelo entre caballeros aceptadas en esta parte del mundo. Es sencillo de explicar: se desarrolla en un círculo de 20 pies de diámetro, los contendientes van armados con los tradicionales cuchillos de caza del reino de Carpatia y no portan armadura. Pierde el que sale del círculo, se rinde o muere. Nadie ha pedido la lucha con cuchillo como medio honorable para dirimir una disputa desde hace generaciones, se considera un método bárbaro y primitivo. Aún así, es aceptado por las normas de la caballería y el honor, de modo que el Conde no puede rehusar si no quiere perder en el último momento sus derechos sobre el trono carpatiano. El heraldo, tras consultar brevemente con su señor, que aún no se ha dejado ver, se acerca a las puertas de nuevo.
“El Conde de Carpatia acepta el Duelo de los Cazadores y elige, como lugar y hora para la riña, esta explanada misma y este mismo momento.”
El joven Conde tiene prisa por ceñirse la corona. (continuará…)

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