3.12.07

EL BUFÓN Y LA REINA (y III)


El círculo es dispuesto con prontitud, pintado con cal a la derecha del Camino Real, a la vista de las almenas del castillo. Ocho arqueros, cuatro de cada bando contendiente, se disponen en los cuatro puntos cardinales distribuidos en parejas. Son soldados y caballeros, distinguidos por su destreza con el arco, que tiene la orden de disparar contra cualquiera de los contendientes que se comporte de manera deshonrosa. Los armigios se arman de flechas de penacho negro, hechas con plumas de cuervo; las flechas de los carpatios brillan blancas, pues se confeccionan con plumas de cisne.
Los luchadores ya se encuentran en el círculo, vestidos únicamente con los tradicionales pantalones de cazador, vestigio de tiempos en que armigios y carpatios eran un solo pueblo que vagaba por las estepas de más allá de las montañas, poco más civilizados que los bárbaros que arrebataron al buen Bardo familia y herencia. Antes de entrar en la palestra, la Reina, para sorpresa de todos, se acerca a Ricard del Monte Blanco y susurra algo a su oído, luego lo besa en la frente y en los labios. Nadie está tan cerca como para oír lo que le ha dicho, pero en sus ojos hay lágrimas que pugnan por brotar, y pareciera que, si lo hacen, no pararán hasta ahogar a todos los desdichados que su reino habitan.
Los jueces, elegidos de entre los más veteranos caballeros del Reino y el Condado, dan la orden de comenzar haciendo sonar sus cuernos de caza al unísono. En ese mismo instante el Bardo rompe a cantar una vieja canción que relata la fundación de Armigia. El joven Conde mira a los jueces, en espera de que reprendan al irreverente luchador, que por otra parte no se ha movido ni puesto en guardia. “Nada en las antiguas tradiciones dice que un Cazador no pueda cantar mientras lucha” dicen los viejos árbitros, tras una breve consulta entre ellos.
Al oír esto, el Conde, furioso y sabedor de su superioridad, como hombre de armas que es, se abalanza sobre la flaca figura de su adversario. Su idea es acabar cuanto antes con lo que le parece una burla a su recién estrenada dignidad real. La muchedumbre que rodea a los luchadores contiene el aliento pues, a pesar de ser un hombre muy fornido, el Conde se mueve con cegadora rapidez. Por un instante todos dan por muerto al osado Bardo, que no hace ni un solo movimiento mientras canta. Pero, cuando la hoja parece que va a travesarle, él, simplemente, ya no está allí. Un paso, ágil y distinguido como el de un bailarín de la corte, ha bastado para evitar la mortal acometida.
Mientras tanto su canto, no solo no ha cesado, sino que ha aumentado en vehemencia. La crónica del Reino esta llegando a las primeras guerras contra todos los invasores que amenazaron, en tiempos inmemoriales, la existencia del joven reino. Algunas voces jóvenes, enardecidas por la historia de sus antepasados, se alzan de entre la multitud, uniéndose al Campeón de la Reina. Esto enfurece al Conde, que se lanza contra su enemigo con la furia de mil lobos, tratando de aferrarlo y acuchillarlo. Pero siempre aferra aire, siempre acuchilla al viento. Porque el Manco no para de danzar y, sin esfuerzo aparente, esquiva cada una de las acometidas del salvaje invasor. Y ataque tras ataque cada vez son más las voces armigias que cantan con su Campeón.
El combate se prolonga durante horas. El mediodía pasa y llega la tarde. La furia del guerrero titánico contra la destreza del mejor malabarista que estas tierras han visto. Uno lanza estocadas, finta y ataca de todas las maneras que sus artes de luchador le permiten. El otro esquiva y salta, danza y rehuye las cuchilladas, se zafa de las presas y mantiene la distancia de los hercúleos brazos del Conde. Todos nos preguntamos porqué no usa su arma, que ha empuñado con su mano sana desde el inicio del combate, y que, hasta ahora, no ha servido más que para adornar con su acerado brillo los saltos y piruetas de su portador.
Cae el sol y se traen antorchas. Y ahora, a la mortecina luz del crepúsculo, todo el Reino canta. Hombres y mujeres; niños, jóvenes y ancianos, entonan las viejas canciones que hablan de su pueblo y de la búsqueda de un lugar en el que habitar en paz, y de cómo lo encontraron y lo defendieron contra todo el que quiso imponer su yugo sobre ellos. Cantan porque empiezan a ver que se hallan de nuevo en una de esas canciones. Cantan porque, como hoy, hubo ocasiones en que sus antepasados se vieron en situaciones como esta y que, como pueblo indómito que eran, las habían enfrentado y vencido todas. Cantan porque un hombre solo, un tullido, es el único que se ha levantado contra el invasor, y desean que su corazón no desfallezca, que su brazo no vacile y que su pie no tropiece. La Reina Margarita canta con prístina voz. Yo canto mientras escribo.
Dentro del círculo ambos luchadores se hallan cubiertos de sudor. El Conde resuella como el buey de su estandarte. Ricard del Monte Blanco continúa cantando y danzando como no lo ha hecho en su vida, sangra por vario cortes que el carpatio ha conseguido infligirle. Pero si le duelen no lo demuestra, porque esta es su gran representación, su mejor papel: la actuación que vale por un reino.
En el momento en que las más brillantes estrellas comienzan a despuntar en el cielo, el Bardo Manco, tras esquivar de nuevo a su adversario, ha quedado al borde del círculo, con un pie en vilo fuera de él. Viendo su oportunidad, el joven Conde se lanza con el puñal por delante para atravesar de una vez por todas a tan escurridizo enemigo y, a la vez, lanzarlo al polvo del camino. Tiene el triunfo en la punta de su arma. Una terrible expresión de júbilo aparece en sus ojos, para desaparecer al instante. El Campeón de la Reina, dando un prodigioso salto mortal, lo elude apoyando las manos en los anchos hombros del carpatio y queda a su espalda. Nadie nunca ha saltado así, y pasarán muchos años antes de que se deje de hablar del Salto del Bufón, la pirueta que salvó un reino. Pues sin dejar reaccionar al traicionero carpatio, y aprovechando su impulso, Ricard golpea con el pomo de su puñal en la nuca a su adversario, que sale del circulo rodando.
El duelo ha acabado El canto cesa. Armigia está en manos del Bufón del Rey. Por un momento, la incredulidad hace que todos los presentes callen. El grito de furia del Conde resuena como el de un animal herido, y como tal se comporta. Rápido como una serpiente, lanza su puñal hacia el Campeón armigio, alcanzándolo en el costado. Ricard cae. El traicionero Conde entona un terrible aullido de triunfo que se trunca cuando varias flechas le atraviesan el pecho. Muere con el asombro en el rostro y el deshonor en el alma. Y he de añadir, en descargo de los caballeros carpatios, que no todos los penachos son negros.
La Reina rompe el círculo de soldados que mantienen lejos a la multitud y se arrodilla junto a su campeón. Aún vive, a pesar de tener el puñal del maldito Conde alojado en el pecho hasta la mismísima empuñadura. Pide que se le levante. La Reina no puede sola y un joven caballero, ordenado hace tan solo unas semanas, acude en su ayuda. También hay lágrimas en su joven rostro. El Bardo Manco se levanta y, apoyado en su soberana, se dirige a los jueces:
“¡He vencido en buena lid y reclamo para mí el premio! ¿Aceptáis el resultado que los Dioses han tenido a bien decidir?” Su voz trona como nunca antes lo hiciera, pareciera que proviene de los Dioses mismos que acaban de ser invocados. Unánimemente los árbitros, Carpatios y Armigios a la par, admirados por lo que acaban de ver, dan su veredicto.
“¡Aceptamos!”
“Pues he aquí mis condiciones como vencedor”, responde el Bardo. “En este mismo momento yo, Ricard del Monte Blanco, tomo a Margarita de Armigia como esposa y ocupo mi legítimo lugar como Rey. Que todos los que algo tengan que objetar a este, mi derecho, que hablen ahora o que los Dioses enmudezcan para siempre.”
Nadie habla. Ni tan siquiera un pájaro osa alzar su voz contra el legítimo derecho que se acaba de entregar.
“La segunda condición es que no he de entregar mi poder absoluto a esta mujer.”
El asombro cunde entre todos los que aquello escuchan. ¿Acaso el Bufón los había engañado? ¿Estaríamos eludiendo a un tirano para caer en las manos de otro?
“No os asustéis, pueblo mío, pues el mío no será un reinado demasiado largo. Solo una orden he de dar antes de entregar el trono a su legítima dueña pues, por gentileza de mi adversario, me temo que voy a reunirme con él en breve. La verdad es que parecía ansioso por seguir discutiendo conmigo, pero estos fieles caballeros lo han persuadido, de manera más bien drástica, de que era mejor que fuera él por delante para ocuparse de los detalles del encuentro. Escuchadme bien, porque solo esta orden doy como absoluto rey vuestro: que, a partir de hoy, solo la estirpe de Margarita de Armigia reine sobre vosotros, ya sean estos varones o mujeres, con la salvedad de que no sean dignos de ello. Encontrad vosotros los medios para decidir si, de ahora en adelante, un heredero es digno de ello o no. Estoy seguro de que mi querida esposa, es quien abdico todos mis poderes en este instante, sabrá encontrar el modo de evitar que haya reyezuelos y tiranos entre sus descendientes. No es una tarea que yo quisiera llevar a cabo, aunque pudiera. Pero no puedo, mi tiempo se acaba y tengo un largo viaje por delante” Y dicho esto se desploma en los brazos de la Reina y de su fiel caballero.
Una comitiva de valientes caballeros, soldados y, también, simples ciudadanos de la Ciudad, se adelanta y alza el cuerpo de su soberano. Acompañan los restos del Rey Bufón, hasta las salas de los Reyes. Al principio callan, pero, súbitamente todos saben que al buen Bardo no le hubiera gustado que en su funeral las plañideras, a las cuales detestaba, hicieran su agosto. De modo que, en cuanto pasaron las puertas de la Ciudad, los barriles de cerveza y vino se abren, se cantan canciones y se danza hasta el amanecer. La primera en romper a cantar es la Reina Margarita, ahora Suprema Monarca de toda Armigia, que entona, de nuevo, las sagas de sus ancestros. Y tan virtuosamente lo hace, que su difunto marido hubiera sentido celos de ella y hubiera querido batirse en duelo de cantos con la hermosa Reina. Al caído lo depositaron en una mesa de mármol, a la derecha del buen Rey Stephan, su amigo y rey. Amarga ha sido esta victoria, pues nos ha costado dos buenos reyes en un solo día, pero no se ha derramado ninguna lágrima por ello. Al menos ninguna que oscurezca el corazón, porque, como dijo el sabio, “A veces es necesario que algunos pierdan las cosas que aman para poderla salvarlas”.

Con esto termina la narración del Primer Día del Bardo, que se remonta ya a hace cincuenta años. Desde entonces se conmemora con una jornada en que las puertas de la ciudad están abiertas a todo el mundo. Y nunca los enemigos de Reino se han atrevido a atacar en ese momento, pues se dice que el Bardo Rey vela por sus súbditos, mientras estos festejan la salvación de Armigia y de su Reina; y que, si entonces, cuando sólo era un bufón, hizo lo que hizo, ahora solo los necios se atreverían a atacar la Ciudad cuando se haya bajo la protección de, sino un Dios, sí uno de sus favoritos.
Solo me resta por decir que los carpatios marcharon en paz, sobrecogidos por los acontecimientos, en la primera vez en la historia que un ejército victorioso ha abandonado su presa cuando esta estaba indefensa. Desde entonces han sido aliados de Armigia cada vez que se ha solicitado ayuda.
En cuanto a la Reina, manda con firme y justa mano sobre todos los armigios, y no se han visto mejores tiempos en estas tierras ni en tiempos remotos ni nunca (lo que es mucho decir). El joven caballero que la ayudó a sostener al valiente Bardo llegó a ser, con el tiempo, Capitán de su Guardia. Aunque su papel en esta historia puede parecer baladí, no lo es tanto si tenemos en cuenta que, también con el tiempo, llegó a ganarse el corazón de la Reina y a ser su Consorte. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión
En cuanto a este humilde cronista, Margarita la Bella, tuvo a bien recompensar mis humildes servicios con el puesto de Mayordomo y Gran Chambelán del Reino, cargos a los que ya he renunciado, harto del ajetreo de la Corte. Y también para registrar lo que mis ojos han visto, pues, aunque dudo que sea por méritos propios, mucho me ha tocado vivir que puede servir para que, los que vienen detrás, no cometan los mismos errores que nosotros cometimos, ni caigan en las mismas redes que a nosotros nos tendieron.