29.2.12

FUE UN HONOR

Subió el viejo mago a las tablas. Una ovación."Un público crítico, ¿eh?" dijo una voz a mi lado, con falso sarcasmo. (Se estaba rompiendo las manos a aplaudir). Se quedó en mitad del escenario con la sonrisa de aquellos que han pillado el chiste que es esta vida, y tienen infinita paciencia con los que aún perdemos el tiempo mirando las cosas como las vacas miran al tren. Durante el aplauso, el prestidigitador se paró a observar a su público, mitad esperando que se calmara el entusiasmo, mitad midiendo nuestras fuerzas, como un púgil ante un respetado adversario. Un breve frase de agradecimiento y bienvenida. Otra ovación. Para nosotros no había combate, para él no había otra cosa. El combate de volver a asombrar con lo sencillo. La lucha por conseguir que más de un millar de personas se queden con la boca abierta y no les importe. El eterno pulso con ese difícil pez que es la lágrima que brota de la ilusión, del ser de nuevo un crío por un par de horas.


Todo esto, claro está, sin red. Como siempre. Como testigos, dos azorados miembros del público y la implacable lente de una cámara que, en un riguroso primer plano, daría fe de cualquier fallo, cualquier momento de debilidad causado por el peso de los años. Se lo hubiéramos perdonado todo. Sólo él quedaba como juez, y hubiera sido un juez implacable.


Para alivio de todos, todo salió bien. Más que bien diría yo. Incluso ese maldito nueve de diamantes que se coló, travieso, entre las cartas negras quedó como el error persa de ese increíble tapiz que, con paciencia y mesura, tejió ante nuestros ojos. Juegos de cartas, no de prestidigitación sino de lentidificación (¡No se puede hacer más lento!), se iban sucediendo, hilvanados con pequeños relatos, fragmentos de poesía, anécdotas y algún que otro chiste. "Porque he firmado un contrato que me obliga a estar aquí hora y media, y todas estas boludeces suman.", se excusó el maestro. Yo, por mi parte, atesoré todas y cada una de esas pequeñas piezas, como un avaro. Las metí en la caja fuerte de mi memoria para, cuando vengan las vacas flacas del ánimo, recordar que un hombre manco me demostró que, con la más pequeña de las articulaciones de su mano zurda, podía humillar a todas las máquinas del mundo. Y, mientras tanto, demostrar al mundo entero que la ilusión alimenta, y que marida perfectamente con una copa de buen vino.


Por todo esto, y por muchas cosas más que no soy capaz de describir, muchísimas gracias Sr. Lavand. Fue un honor.