26.12.12

La Santé

-¡Vamos Johann! ¡Corre tarugo! ¿Quieres morir, camastrón?- se decía una y otra vez- ¡Pues corre, joder, corre, memo!

El enmarañado bosque se cerraba, ominoso, sobre él. La espesa niebla que cubría el suelo, hasta una altura de unos cuatro pies, hacía que fuera difícil correr sin tropezar. La fatiga de una huida que duraba ya dos horas, junto con aquella niebla espectral, hacían que todo resultara irreal, onírico. De pesadilla. Todos los árboles parecían el mismo. Cada recodo conducía al mismo paraje. Hasta el mismísimo aire parecía siempre el mismo, respirado una y otra vez, cada vez más enrarecido.

Pero no podía pararse por mucho que lo deseara. Si lo hacía, por encima del ruido de su agitada respiración y el redoble de su corazón desbocado, le llegaba el rumor cada vez más cercano de unas patas con zarpas, desgarrando el suelo a cada zancada. Ese sonido era más que suficientre como para hacerle correr como un poseso.

-¡Corre, maldita sea! ¡A la cabaña del guardabosque! ¡Está ahí al lado, vamos tarugo!

Imaginaba que la ruinosa cabaña, apenas un montón de tablas mal unidas, resultaría un fortín contra la bestia que lo acosaba. Esa impresión desafiaba el hecho de que, a juzgar por el ruido de la maleza al romperse, lo que lo perseguía debía tener el tamaño de un buey. De un enorme buey, cabreadísimo y que le recortaba la exigua ventaja de que disponía a pasos agigantados.

Tras un agónico fin de carrera, en el que parecía sentir el aliento de aquella cosa a través de los desgarrones de sus maltrechas ropas, llegó al pedregoso claro en el que se alzaba el cobertizo. Gritar de triunfo y abalanzarse sobre la puerta fue todo uno. Cualquer cosa, incluso aquella escuálida puerta, serviría a la hora de alejar aquel bestial terror que lo acosaba.

Con las prisas, siempre malas consejeras, el pobre Johann se estrelló contra la puerta. Había olvidado accionar el picaporte. El topetazo, cosa curiosa, lo sacó del estupor en el que se hallaba sumido desde que se topara con aquella terrible cosa. Apenas consiguió acceder a la ruinosa estancia cerró la puerta tras de sí, apoyando sobre ella todo su peso. Resultó inútil, con un tremendo empellón, como un ariete de furia animal, la Bestia arrancó la puesta de su marco. El desgraciado Johann acabó quedando a sus pies.

Verdaderamente era enorme, casi de misma altura que un caballo de tiro. Su pelaje, áspero y maloliente, era de color parduzco, como el de un jabalí viejo. Tambien de cerdo salvaje era la enorme cabeza, de cuya boca goteaba baba ya que cuatro pares de colmillos, como de un codo de largo, impedían al animal cerrarla por completo. Sus ojos, enloquecidos y de un antinatural color rojo, lo miraban atentos a cada movimiento. Tal y como había imaginado, cada robusta pata acababa en un enorme garra, tan afiladas que abrían profundos surcos en la madera del suelo de la cabaña.

Asombrado, Johann no podía quitar la mirada de la que, a ciencia cierta, sabía que iba a ser su perdición. Por fín había recuperado el alientoy estaba extrañamente sereno. Había hecho todo lo que estaba en su mano para escapar a ese mal, se iba con la conciencia tranquila, que nadie dijera que el hijo de su madre se iba de este mundo entre gimoteos. Una oración, aprendida hacía muchos años afloró en sus labios. Se incorporó, desafiante a pesar de apenas llegarle al hocico a la Bestia.

Ésta dio un paso hacia su presa. Con un tremendo rugido abrió las enormes fauces. Vomitó entonces la Bestia una enorme llamarada. Como procedentes de un abismo sin fondo, del mismísimo Infierno diría luego, un calor y fuego intensos golpearon en el rostro del asombrado Johann, que se cubrió el rostro con el brazo. Así quedó a la espera de la primera ardiente dentellada.

Durante un eterno minuto esperó, tenso como una cuerda de violín, a su cruel destino. Cuando retiró el brazo de su rostro la Bestia ya no estaba allí. Si no fuera porque el intenso calor había chamuscado el vello de sus brazos y sus cejas hasta hacerlos desaparecer, habría dicho que la Bestia no era más que una tremenda alucinación.

En una de las paredes de la cabaña el guardabosque, hombre pulcro y aseado, había colgado un espejo para afeitarse. Johann se miró en el y en el lugar del robusto joven de melena rubia que había entrado esa mañana en el bosque, se encontró con que le devolvía la mirada un escuálido despojo, de febril mirada y cabellos blancos como la nieve. Ante esta visión, la más terrible de aquel terrible día, Johann rompió a reír.

La Santé, 15 de noviembre de 1845.

¿QUÉ MAL CRECE EN LOS BOSQUES DEL CORAZÓN DE NUESTRA BIENAMADA FRANCIA QUE NI LOS CAZADORES MÁS AVEZADOS SE ATREVEN A RASTREAR?

¿QUÉ IGNOTOS PELIGROS NOS ACECHAN, SALIDOS DE LO PROFUNDO DE LAS LEYENDAS DE NUESTROS ABUELOS?

¿SE ATREVERÁN LOS JÓVENES INVESTIGADORES DE LA SOCIEDAD DE CUENTACUENTOS A AFROTAR TAMAÑO RETO O LES QUEDARÁ GRANDE PARA SER SU PRIMERA AVENTURA?

La respuesta a estas y a otras preguntas próximamente en "La Santé" primera aventura narrada por un servidor de ustedes en el mundo de "FÁBULAS", juego de rol fantástico ambientado en la Europa Victoriana. Esperando estar a la altura os saluda:

Hrundi V. Baksii, Cuentacuentos

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